El mejor Lou Reed

Hay discos que recuerdas la primera vez que los escuchaste. Me pasa con el famoso disco del plátano de la Velvet Underground. También con ‘Astral Weeks’ de Van Morrison y ‘Rain Dogs’ de Tom Waits. Claro que estos dos últimos los escuché el mismo día aunque esa es otra historia. Escuché ‘The Velvet Underground & Nico’ (1967) por primera vez en Radio 3. Así como lo lees, el álbum entero por la radio. Era una noche de verano en una aldea remota de Galicia. Poco después me hice con él para nunca abandonarme. Ya había leído muchas cosas sobre el disco en las revistas de la época: Vibraciones, Disco Express, Star. El disco no me decepcionó en absoluto. Es más, me enganchó al instante. Esa lírica rabiosa. La tempestad, sobre todo, pero también la calma. Durante años si alguien me preguntaba cual era mi disco favorito elegía ese. Eso sí, después de una retahíla de frases hechas: hay muchos discos, es muy difícil, depende de para qué, etc. Pero ese era siempre el elegido. Por tanto, se convirtió en la piedra filosofal, el disco modelo que descansa en la oscuridad de la cueva platónica y por el que se miden todos los demás. Al menos, que no es poco, los discos de Lou Reed. El artista neoyorquino había alcanzado la cima con un primer álbum. Claro que The Velvet Underground no era sólo Lou Reed. Y eso es obvio aunque todavía siga siendo una idea bastante generalizada. Como la de que Reed habría llegado a la cumbre con la Velvet Underground y en ciertos momentos de su primera obra en solitario, especialmente con ‘Transformer’ (1972), ‘Berlin’ (1973) o en el directo del ‘Rock’n’roll animal’ (1974). El mítico Lou Reed.

 

No hace mucho me dio por abrir la carpeta de Lou Reed en mi disco duro. Allí están prácticamente todos sus discos. Y me hice una lista de reproducción con temas de aquí y de allá. Al instante y a la carta. Comenzaba con una de mis favoritas de siempre: ‘My House’, esa canción tan hermosa en la que rememora al poeta Delmore Schwartz. ‘Mi casa, mi motocicleta y mi mujer’ del álbum ‘The Blue Mask’ (1982). Según iba escuchando, una cosa, casi de manera epifánica, me iba quedando clara. El mejor Lou Reed no es el de la Velvet. Ni siquiera el de sus primeros intentos en solitario. No. Escucho mucha pose ahí, como un fardo que lastrara de una manera casi insoportable al artista neoyorquino. El peso de la pose. Un artista adelantado, sí, pero a ratos demasiado pretencioso. Tan amplia visión cegaba la luz y el artista avanzaba trastabillándose aquí y por allá. En sus inicios es un pretensor, un adolescente viscoso, que vislumbra el paraíso, acaricia el infierno y sólo atisba a gritar. Acaso no somos todos un poco así. Se mira a sí mismo. A nadie más. No mira alrededor. No integra. Su música tiene cierta naturaleza masturbatoria.

 

A finales de los ochenta y principios de los noventa Reed miró a su alrededor. Y lo que vio, lo que sintió, lo volvió a escupir, real, compartible en toda su categoría mítica. Hay sangre y lágrimas más allá del semen. ‘New York’ (1989) cuenta la historia de una ciudad en unas gentes que también aspiran al vuelo. ‘Songs for Drella’ (1990), es un homenaje, mano a mano con su némesis John Cale, a un hombre, Andy Warhol, que afecta a sus amigos porque eso es lo que es, un amigo. Al mismo tiempo nos descubren la grandeza de alguien que era mucho más que su vampírica y triste figura pública. ‘Magic and Loss’ (1992). Ese disco ya me embriagó cuando se publicó. Ahora lo escucho y me estremece. Lo que cuenta ‘Magician’ es parte de mi vida. De la más dolorosa. Y por momentos, no hay pudor en confesarlo, gozosa. No se puede contar mejor. Me he puesto a llorar. Su música afecta. Es una mano que consuela, una pestaña que te reconoce, una mirada que nos es devuelta. Me recuesto junto al sollozo. Me resulta obvio. Es el mejor Lou Reed. A mí es el que más me gusta.